sábado, 1 de diciembre de 2012

EL MITO DEL GRIFO




Dentro de un desliz de hechura pávida, se ilustraba de formas irregulares la mujer manca quien nunca pudo decaer ante la molestia del grifo matutino (el reservorio de agua de la terraza emprendía su locura burbujeante al amanecer, cuando el viejo gasfitero llora en su frustración orgullosa, que durará hasta que la casa se venda o se caiga bajo gravedad o fuego), cuyas secreciones viscosas y amarillentas ―corrompidas, pienso, por la vibración de la refrigeradora, siempre alcahueta en la cercanía― eran lo suficientemente porfiadas como para no apuntar una linealidad de tambor digno. Ella trataba de explicarme que no era ninguna discreción tortuosa, pues se refugiaba en la cálida bañera del tercer piso, su hogar, cerca del grifo. Ella esperaba un aliento fugaz, la más ilustre de las bocanadas, pero aún no quería separarse de sus colecciones antiguas, ya que aún admiraba, con tanta ovación, los arquetipos más reservados, y las mentes más atareadas que jamás descansaron hasta el cese de sus funciones vitales. Muchos han discrepado con ella, pero una ineficaz necedad la acostaba en una bella telaraña de creaciones espontáneas, surgidas desde su pagano dictamen, bien ligadas a los viejos libros.
Repasa, mansamente, el historial del baño, un templo de zanjas diminutas y bien interpretadas, vacías calles de visiones infantiles (la mugre de las ratas las delata), controladas inocentemente por coloridos molinetes, que cortan el aire decorado con respiros de monje. Cuando la torre de libros se inclina en la bañera, ella trata de estabilizarla, pero luego añade otro a la torre: un reto de minúscula paciencia, un inciso con vaivenes de exhaustiva tolerancia, mostrando la gallardía que el único brazo puede despedir, de cuando en cuando, sobre la base de la torre, inquieta. Todas las paredes sudan, a través de un equilibrio de artista desmesurado por el más oscuro de los desdenes, un silente cuidado, muy camuflado en una armonía forzada entre el agua y el papel, un rito que nunca acaba debido a exigencias higrométricas. Sólo para cocinar, ella atravesaba la puerta de chapa importuna, y exploraba la desolación de su fantasmal casa (me refiero a los dibujos grotescos que alguna vez hizo su sobrina Ana), cuyas baldosas se desmontan por el pasar de los buses y los bailes tribales de los vecinos, duendes malcriados, de costumbre sumergida en atributos de barrigas escarmentadas por So Majestad, quien, además, los manipulaba por la más caliente de las cacerolas clericales y la más brillante oclocracia. Para buen levantamiento de la manca, ahora duermen por la retórica fuerza del cetro. Respira aire húmedo y reconstituyente. Calma. Ojos felices ante el desierto blanco. Aprovecha: Es momento de salir de su lujo solitario y observar la plataforma tabernaria del malecón, que, sin dudas, es una obra de iluso certamen municipal, un objeto de pedantería entre todos los alcaldes anteriores. Se ríen y ruegan por sus familias, todas de robustos moralismos. Triste. Fue una pérdida de tiempo apostar por verlos. De regreso al Hotel Académico, la manca abusa de sus servicios, abriendo el grifo sólo un poquito, como de costumbre; pero es lo más mortífero que ha visto, sí, un riachuelo amenaza los edificios, sin importar mucho al Hotel y su gerente rocoso, oculto en la incertidumbre de sus opacas ventanas de amarillenta porcelana. Puede azararse y derrumbar desidiosamente toda la luctuosa herencia de su antiguo jefe, el dueño del más refundido prostíbulo. Tras la inundación descontrolada, cuyo origen suspirante fue consumido en trabas de óxido y obsesión, la manca saca con buen apuro sus libros, que no pudieron resistirse a las gotas y el tambaleo. Unos cayeron y fueron empapados completamente; otros, mediante una singular procesión, se asentaron sobre la seguridad del retrete. La manca, en observando la fatalidad de su baño, sostiene, pues, que poco se puede hacer, y dice muy ásperamente:
―Tendría que ceder ante la justificación que ofrece el agua, o hacer que esto vaya a una situación más divertida.
―¡Otra vez esas putas goteras! ―grita el vecino de abajo.
Acaso lo de aquel vecino es la situación divertida, pero, está bien mencionarlo, ese estado caótico pero relajante se lleva consigo las cartas de su madre, ingenua, hacia la insania del malecón. Asimismo, por allí van dos de Alejo Carpentier y tres de Borges. Coincidencia que sean sólo de ellos, como si el agua del grifo sea una selectiva privadora que, apuntando cada vez más hacia la gran pereza de la manca, decide castigarla con lo que ha ignorado. O tal vez es porque esos libros desafortunados estuvieron en la base de la torre, ya colapsada, sin rastro. Sí, eso ha de haber sido. De hecho, ella siempre había colocado sus libros favoritos en las bases, de manera que, para leerlos, tenía que remover (leer) los superiores, los secundarios. ¿Manía? En fin, adiós, libros. Ciao.
Ella guarda todos los libros que pudo tomar, guardándolos en una de sus valijas, y la escasa ropa se refugia sin esperanza en el alto armario, una fortaleza que pronto se rendiría. Ay, tantas cosas pendientes. Según la manca, el regreso es inevitable porque además el dueño, así como el gasfitero, está de vacaciones muy carnales; el buen gasfitero terminaría agarrando un apasionado vicio en Dublín, donde se conectaría con un tratado antidepresivo permanentemente; el otro acaba en miseria. Mientras los vagabundos del malecón ven la salida de una más de ellos, la manca se arrastra con su oronda carga, llena de grumos rectangulares y movimiento llano, y esas formas irregulares inician la persecución hacia una sucesión cómoda de abstracción, lejos de la tradición y las orquestas folclóricas, ridículas para muchos nativos, asombrosas para los ingenuos turistas. Las cascadas siguen secuestrando más papeles y recuerdos, los cuales irán a la más cercana alcantarilla y luego al río, que les provocaría una serenísima incursión, lo más cercano a levitar con los vientos alpinos. Pasa cerca un hombre bien parecido y vestido y observa la banda cristalina avanzando, como si fuese lanzada por ímpetu bárbaro, con regalos invaluables. Fue un dolor punzante, una cuestión de divorcio entre las palabras y los escuálidos papeles en orden confesionario; inmediatamente aquel hombre usa su sombrero de copa y detiene el trayecto de los inocentes libros y cartas, porque nada de ellos mostraba el pasado pecaminoso de su ya antigua dueña, quien acaba de ingresar a un agujerito escolar, siempre dispuesto a recibir revelaciones metafísicas de las cuales nadie se ensordece, de acuerdo a una simplicidad que fue hallada a dos calles de allí, donde un señor se desgarró de las enseñanzas escolásticas mañaneras, rústicas para las escuelas urbanas, que fácilmente quedan a merced de falsos cantos romanos. Ese buen hombre era el padre del rescatador literario; se llamaba Antonio Corrales, el recolector. Rompiendo con la estabilidad del testamento de su padre, Marcos retiene el firmamento acorazado de su biblioteca, que, amparada por fronteras de bajos portales, contribuía al egoísmo de cualquiera quien sea su dueño. Así, el proceso de acumulación desquiciada se puso en marcha en tan solo dos años; de hecho, ya no parece biblioteca, sino un inútil montón de archivos, embalsamados por ácaros y escupitajos de ventiladores polvorientos. Tantos libros sin leer, por Dios. La presión de la celulosa es crítica, una razón más para escabullirse en una notoriedad que fue advertida por su padre alcohólico. Asecho de cuaderno abriéndose. Otro más. Bum… Mañana muere ahogado por agitación de repisas podridas si no evita otro… Bum.
Es necesaria una expulsión: una ya fue realizada por el grifo maldito, la otra está pendiente. Es necesario un acicalamiento de paradigmas medievales que aún se conservan en la maestría bibliotecaria, donde la manca ha de recurrir. Es necesario que algún meigo, veedor de alternativas sorpresivas, acuda a la manta crítica que se postra sobre un desesperado hogar de arañitas, pacíficas en la oscuridad o callejoncitos de cartón duro. Marcos también se necesita, porque sabe que no podrá si sólo se desquita con su arrinconado existencialismo, una lección de allá-vas-vos. Él sabe que, cuando el tren pase, el maltrecho sostenimiento reirá como un niño bipolar y eructará intermitentemente, al son del toc-toc férreo. Viene el fin, un caos sin reparar, sin organizar, a menos que se ajuste al pergamino dictatorial, el último mandato. Se aglutina en una gran olla granujienta, tenebrosamente, la mermelada mordaz del cocinero, quien, esto es importante, siempre se ha atrevido dejar su rastro por las almohadas de su amo, para que deje las majaderías y madure como el académico que su padre soñó. «Si salgo de la retención con mis posesiones, todo será consumido por el suelo mohoso y las polillas hambrientas», dice Marcos, aún desautorizado por los sermones de su cocinero, esperando a alguien que lo rescate del colapso. Desde luego, es necesaria una plegaria (?).
La manca no cubre la diversidad que posee ni echa a dormir las palabritas de Antonio Corrales. Llega al rincón escolar, una bodega de tétricas columnas, y resuelve el insoluto espacio que ha quedado reservado para ella. Se dirige, pues, al templo de su maestro muerto, donde el riesgo de calamidad azotaba conciencias, más mansas por escrutinio sosegado que por incertidumbre insoportable. La manca, esperando la ayuda de Antonio, llega al hogar de Marcos, quien se muestra como un espantapájaros miedica. Desde que aumentó su sospechoso patrimonio, él no ha querido moverse por miedo a ser aplastado por kilos y kilos de papel. Tras este espectáculo decadente, la manca dice:
―So tonto, ¿dónde está don Antonio?
―Está bien muerto ―responde Marcos―. Falleció por su egoísmo aristocrático, y los libros, como guillotinas desgastadas, lo atacaron incluso después de morir. Y yo me hundiré en ese mismo destino, y mi cocinero solicitará una regalía por ser tan fanfarrón conmigo aunque siempre tuvo la razón.
―Puedo escuchar la amenaza a la que estás condenado. Puedo sacarte de aquí. Sólo camina lentamente y no serás aplastado; pero lo serás si te quedas aquí hasta que pase un camión o el tren de las siete.
Así, Marcos sale de la quietud, dejando solo a su cocinero. Acompaña a la manca a rescatar la ropa del Hotel Académico. En una deficiencia de argumentos, la catarata (todas las pequeñas cataratas copularon en una orgía espléndida, en especial, cuando descendían los molinetes, empalidecidos, que giraban en torno a la ridiculez y la burla) asombraba a los viandantes, y nadie quería recoger los papeles de ella, porque se destruiría la estética conferida por el grifo, todavía en estado de necedad. Luego de cruzar la laguna y despojar el atrevimiento inerte, la manca y Marcos alcanzan el armario a la deriva, que también fue tentado de dejarse arrastrar hasta la catarata pública. (Se escuchan aplausos, particularmente, de los vagos, tan llenos de dicha). Bajan discretamente y dejan para siempre el Hotel Académico, cuya blancura se magnificaba con la presencia del agua divertida, agua enmarañada entre colecciones deformes, agua malcriada, agua de grifo.
―¿Crees que la mendaz vista que mi padre nos mostraba era la antítesis del cocinero? ―pregunta Marcos.
―A pesar de la arrogancia de tu siervo ―dice la manca―, él acoge una sabiduría cruenta, que bien podría desilusionar a la sociedad, pero sería necesaria para salvarla de la charlatanería.
De repente, ellos sienten un cariño grotesco por el cocinero, pero su fin ha llegado. Un sacrificio involuntario: El tren de las siete ha pasado, y se escucha una violencia que provoca la más desdichada de las taquicardias. Entran a la magna biblioteca, reducida en su glotonería, y ven, aterrorizados, que todo el traslado ha cruzado el sesgo, esa cantidad crítica que gruñía como metal retorcido entre todos los libros, ahora desparramados por todo el lugar y cubiertos por la mermelada mordaz del cocinero, y los patéticos catálogos agonizan bajo la ameba más deficiente, que se desprendía como ácido de la mermelada, como subproducto digno de enigmática admonición. Sonido exótico. Tragedia privilegiada, posible escarmiento. «Aquí no hay lugar…», señala Marcos, tratando de encontrar alguna palpitación entre la nube de polvo y los restos desquebrajados. Todo está arruinado en una cubierta nacarada ―un acercamiento a un deslave colorido―, la catástrofe que, depositada en la explicación menos natural, es equivalente a un incendio provocado por tupida venganza.
Lo que ha hecho el grifo durante estos años es, además de acarrear expulsiones llenas de disimulo, ocasionar un llanto caricaturesco para engordar un lugar taciturno y desinformado y hacerlo morir como lo hizo con la torre de libros, pero en menor escala. Hecho el traslado macabro, el grifo ya descansa por la vibración del tren, su detonador más efectivo. El grifo ya no es bienvenido por la manca ni por ningún otro inquilino. El grifo está solo y sin llanto. Sabemos que será reemplazado por otro que, a la larga, será asimismo degenerado por el giro abusivo de su mecanismo.

lunes, 10 de septiembre de 2012

EL ESPACIO GENERADO



Estoy en el malecón, por la Catedral, y un viento norte corre por la altura del torso. No lo siento aunque estoy entre ese vector relajante. Veo los tendales y no alcanzo esa frescura cosmopolita que me transportaba a mis deseos sencillos, mundanos, íntimos. Hay una presencia vacía alrededor de mí; no lo siento, no percibo; sí, eso puede ser: como ese ente es inapelable a la existencia, necesita un arrimo de la realidad mía. El orbe del romanticismo me ha quitado esa noble sensación de ese tendal de sucesos, pasos, oportunidades anheladas, cofres ociosos, la vida; y me ha dado esa presencia vacía, como una burbuja irregular, esa pompa que no encuentra su éter intrínseco, que está más allá de esos cuásares maravillosos e inaudibles espectáculos cósmicos. La nada te espera, espacio, y no sé cómo te generé, pero siento que fueron esos poemas, poemas que me dañaron, que complacieron al conjunto unión pero noto que está fuera de él, que probablemente sólo lo represente yo y ella, o el inefable repertorio de mis antítesis más impregnadas en mi mente dual. Hay una línea en ese diagrama de Venn, dentro del Referencial, que se encarga de abrazar el realismo y arrebatarla de mi humanidad, esa que engloba la tierra, un Atlas. Esa línea es ese vacío maldito, el campo espectral más siniestro aunque destilado, y ahí está el misterio. Cuando esa presencia desaparezca, al fin podré concebir una boca más entusiasta, libre, que cuente a los lares remotos lo que la soledad más inmediata es capaz de perpetrar. Me atrevo a decir que ella pronto saltará, como un gas de poca densidad, hacia el cielo, los astros, los cúmulos, hasta encontrar su hogar, y se irá amarrada a mi respiro. Mi firma ya está en el universo. Y creo que ya no está ese gas sin masa, porque estoy por concluir esta carta, que no es confesión ni desahogo; sólo es un halago a ese enemigo que me permitió expandir como una estrella moribunda.
Veré, otra vez con ese viento veraniego, esos tendales al otro lado del río Babahoyo, así como cuando los apreciaba desde la bicicleta con mi padre. Ese vacío, ese espacio, se genera cuando uno crece.

jueves, 26 de julio de 2012

Ay, señor Evans


¡Qué vergüenza, señor Evans! Ya ha estado con esa nariz bohemia, trémula por convicción indispuesta a declararse, teniendo trastorno bipolar. Su nariz es una catarata, pero ¿qué le pasa!; hágale saber que debe poner sus nervios contra el cerebro, porque piernas para aterrizar no tiene, y, si las tuviera, correría en una actuación agonizante, sí, desangrando como pies pigmeos pero torturados, aun con la advertencia sobre lo que le pasó a un carpintero judío con cualidades mágicas, que vivió hace dos milenios, todo el mundo pretende conocerlo con rumores exponenciales. Y, aun así, usted agita inútilmente la cabeza, no sé si sea por no querer escucharme o reorganizar su sistema nervioso, que, como le puedo diagnosticar, está a punto de iniciar una huelga. ¿Qué ha hecho su cerebro para que todo esto estalle, señor Evans? Que yo sepa, usted no es capitalista, su cerebro tampoco lo ha de ser. Espero que no sea un cuadro de abstinencia, porque me dijeron compañeros suyos, los de ese hospital, que usted era adicto a las metanfetaminas y otras pastillas que tanto han atormentado a sus pacientes; y ahora usted es el paciente, probablemente se sienta humillado, pero lo dudo, ya que, si su cerebro está ocupado resolviendo una crisis, usted ni ha de estar oyendo mis palabras con claridad. Pero el intento vale la pena, tal vez repercuta más tarde, como una carta empolvada, más tarde tomada del buzón de su buen amigo, el oído, que está teniendo problemas también, todos ellos relacionados con su nariz-catarata. Esta nariz sigue afectada por una locura más ajena a los casos psiquiátricos más controvertidos. ¿Qué especialista podría tratar a un par de fosas nasales dementes? «Un neurólogo», respondería usted, pero aquí también intervienen sentimientos, y no sé si exista algún híbrido que lo salve de este síndrome tan atendido. ¡Qué vergüenza, señor Evans y su nariz!
Sus ojos también sufren, ahora por depresión; aunque parecían haberse deshidratado no porque han llorado, sino porque la nariz había drenado las provisiones de lágrimas. Así quedaron saqueadas las glándulas lacrimales, y el cerebro no había ordenado reabastecimiento a causa de una atención mal presupuestada, que podría costarle caro a los ojos. Ni se podía hacer decreto de emergencia porque, al final, usted, mi amigo Evans, no corría peligro de muerte. El cerebro está en un lanzamiento de ultimátum a su nariz, en pleno devaneo, como si le va a entender, ¡qué tragicomedia en potencia! Yo, al principio, lo malinterpretaba como el comienzo de una caótica y anómala sinestesia. Imagínese, ya de por sí la sinestesia es un caso rarísimo, y se le agrega esos adjetivos que, erróneamente, podían haber producido un pleonasmo. Tanto estaba irritado su cerebro que tuvo que tomar algo del agua en caída libre de la nariz para enfriarse, porque ya iba a sufrir un derrame. Así, el cerebro se convirtió en cómplice de la nariz aunque fue algo forzoso, como muchos colegas han de haber opinado. Pero todo era conjetura e incertidumbre, ¿qué más se puede pedir? ¡Qué vergüenza, señor Evans, su nariz y sus ojos!
La lengua, aunque no sufría de frenopatía ni padecía dolencia sensorial como sus compañeros, rompió su silencio, y no me refiero a palabras de su consciencia, usted lo sabe, porque ya tenía groseros roces con el ya estresado cerebro: ella mismo salió de su boca, en contra de la voluntad de su mandamás, y muchos se sintieron ofendidos e hicieron alharaca por esto. En belicosa alegría, le robó al oído sus instrumentos favoritos, y, aprovechando la debilidad de los ojos, quiso formar un concierto pintoresco. Sin dudas, la lengua fue más astuta, pero por su poca efectividad, porque decimos a veces cosas desfachatadas, terminará por concluir la reacción en cadena. Sí, reacción que hasta las neuronas felicitarían por tan complejo e irrepetible trabajo, monstruoso por cierto. Y, así, la lengua tendría el ego elevado, eso es inevitable, porque además usted es muy arrogante, señor Evans. ¡Qué vergüenza, señor Evans, su nariz, sus ojos y su lengua!
El reino nervioso estaba en crisis, pero los órganos de los mundos bajos levantaron guerra entre ellos a causa de pura envidia. Y, usted, señor Evans… ¡Qué le sucede? ¿Por qué tiembla? ¿Señor Evans…? ¡Traigan la cami l     l         a         ! Quedamos aterrorizados, su nariz se desprendió de su cuerpo, causándole una hemorragia, y la catarata se volvió roja pero no por la sangre nasal, sino porque la catarata ahora provenía del lugar más caliente de su cuerpo, como intoxicación premeditada; unos dicen que fue el cerebro que desvió su derrame a la nariz como venganza para aliviar su dolor. Pero todo fue inútil, ¿quién gobernaría con un pueblo sublevado?
Ahora que el señor Evans dejó su legado para los libros de psiquiatría y neurología, tengo que decir: ¡Qué vergüenza, señor Evans y su cuerpo! ¡Qué vergüenza! Muchos me dijeron que era una fuerte gripe que puso a delirar todo su organismo, pero no me dejé convencer por tan simples tonterías.
A la tarde siguiente, para su funeral desolado, su féretro fue cubierto totalmente para evitar que su dignidad se pierda, porque nadie querría caminar sin nariz ni que le vean sin una. En cuanto a la traviesa aventurera, fue desgastándose por el pavimento y la tierra, lo único que consiguió fue oler la bajeza humana. Ya no hay rastros de ella, sólo los vellos.

jueves, 2 de febrero de 2012

EL VIAJE ESPIRITUAL Y MUNDANO DE STEINMEIER (Cap. III)

EL VIAJE ESPIRITUAL Y MUNDANO DE STEINMEIER
III: PERTURBACIÓN DE UN HOMBRE ENAMORADO QUE SUPERPONÍA SONIDOS
(WALTER HA EMIGRADO DE NUEVO)

Advertencia: Puede interrumpirse por obra y gracia de W. Steinmeier
Siempre soñé con la vida de músico. Mis padres decían que tenía madera, madera de perdedor y por tal razón me tenía que dedicar a la música. Vivo en un mundo lleno de contradicciones bastante superfluas, cada una menos relevante que su antecesora, como una rajadura que se ramifica por la pared de la concordia. Yo trataba de ocultar aquella pared fracturada por diversas repisas llenas de libros de personas que yo consideraba significantes carrozas de cultura y ciencia. Sentía que mi situación con mi familia era cada vez menos oportuna pues ellos eran “progresistas” y un artista no podía estar en medio de sus reuniones con la sociedad de la pereza y el consumo. Me obligaron a ir a Oxford, cosa que evité con una decisión bastante descabellada: dar la bienvenida a la mendicidad. Pensaba que comenzar desde el cero me sería útil… todavía no es tiempo de que me cuestione.
Yo he sido un joven bastante parecido, calculador, pero que considera al arte admisible como un mundo de posibilidades y esas banalidades que usted intenta esquivar. Me gusta ir lento, bien lentito, como el caracol y dormir mucho como el mismo; eso no quiere decir que le tenga miedo a envejecer. Más bien es un planteamiento para pasar por alto las reglas generales de la vida. ¿Tal vez sea un rebelde por eso? La verdad, no lo sé, respóndalo por mí pues soy muy perezoso para hacer preguntas sobre mi existencia. Puedo ver a través de los ojos de otros; no, no soy telepático ni psíquico. Ellos me cuentan lo que debo procesar, afortunadamente todos aceptan la condición de que debo hacerlo muy despacio porque… recuerde, soy como el caracol. Dejemos de hablar de este simpático molusco para centrarnos en el otro ingrediente: mi habilidad musical. Claro, para eso tenía que calibrar el reloj de mi vida y el de la música pues esta última evoluciona más rápido que mis propios sentimientos. ¡Vaya!, ahora toco el tema de los sentimientos. Ellos que tanto me han ahorcado, suerte que su soga es tan débil como sus “progenitores”; mis sentimientos, por suerte, pudieron escabullirse por la ahorca preparada por mis amores previos a este escrito. Probablemente es por eso que nunca me ha dolido cuando esa persona especial se larga de una buena vez… ¿o será que detecté a tiempo que nunca me ha amado? Diablos, me estoy desviando, como esas rajaduras protagonistas del cuarteamiento de la pared antes mencionada. Dejemos eso para después.
Recuerdo estar en una calle bastante transitada en Londres. Compraba vidrios rotos por una cómoda cantidad de peniques; aún me sobraba para comprar el pan y el agua. El asunto trata de que yo me hice amigo del dueño de Art & Paintings, una tienda de pinturas. Nunca olvidaré sus primeras palabras: “Miren a este mentecato, el hijo de los Palmson… qué tal, mi nombre es Paul Paintalung.” El señor Paintalung comprendía mi situación a pesar de tener una cálida amistad con mis padres. Me encantaba su acento. Él jamás podía pronunciar la ‘r’ como debía hacerlo un buen inglés; la más ejemplar es la palabra ‘raro’, salida de su tartamuda boca como ‘vavo’. Me enseñó a dominar las milenarias técnicas de elaboración de mosaicos con un poco de pintura y vidrio. Pero él no tenía vidrio para reciclar, así que yo viajaba a la fábrica de jarros y espejos para conseguir lo necesario. Paintalung era viudo y poco a poco fue acercándome a su hogar y sus secretos. Un día fui a su casa, no muy lejos de su tienda y muy cerca de la mansión de mis padres, quería mostrarme un mosaico que representaba su tormentoso pasado. Estaba inconcluso y se atrevió a ilustrarme sobre la historia de su obra:
–Su nombre es Walter Steinmeier –dijo el señor Paul–, su apellido hacía honor a mi primera y única amiga, la misma que más tarde se convertiría en mi esposa. Es mi más brillante creación, pero no nació como un flash de cámara. Se fue formando durante mi infancia, cuando residía en Liverpool. Yo lo creé porque el autismo que la sociedad me inducía me obligaba a dibujar y seguir más acérrimamente los pasos de mi familia.
–Es como un amigo oculto –comenté.
–No, no fue eso –refutó Paul–. Al principio era un buen entretenimiento. Sin embargo, traté de dejarlo cuando me di cuenta de que estaba alejándome del mundo, la tecnología, sus lenguas y sociedades. Él se volvió dañino y me desinformaba a tal punto que me decía que las flores fueron creación de la antigua papelería de al frente de mi casa y que eran muy astutamente puestas por los jardineros para obtener dinero fácil. Odiaba el mundo industrializado… sí, sí, él podía abandonar mi cuerpo para visitar lo que me negaba observar.
–Eso es terrible –afirmé, con conjeturas en la cabeza sobre su mente–. Por suerte, no causó daño en la gente, ¿o sí?
–Así es John –me dijo, con un suspiro de alivio–, no podía de manera directa pues estoy seguro que era incapaz de migrar a otros cuerpos al menos que me abandonase definitivamente.
–¿Y lo dejó para siempre? –le pregunté con recelo.
–Sí –respondió mi amigo, muy feliz–. Sabía que los pedazos de vidrios rotos se hicieron más importantes y se fue…
–¿El cuerpo?
–Al cuerpo de mi sobrino político, Helmut –aseveró, bastante decaído–. Fui a visitar a su familia, en Ecuador. Ellos trataron de correr de un pasado muy triste y poco productivo. Incluso yo me considero el precursor de su “huída” a ese país, donde no se procreaba tantas preocupaciones, pero sí mucha estupidez. Por suerte, ellos fueron inmunes a la estupidez. Helmut sufría un poco de desequilibrio así que jamás traté de juntarme… hasta que una vez lo vi desvalido en su cuarto, haciéndome recordar mis pésimos momentos con mi nana. Fui a consolarlo, pero resultó ser el peor error de mi vida.
–¿Error atender a un niñito?
–En realidad tenía siete años. Walter había estado viajando lo más alejado posible de mi cerebro: en mis zapatos. Creo que su personalidad se hizo más maloliente que nunca. Y cuando Helmut me abrazó, sentí una corriente escalofriante atravesar mis brazos que agarraban con cariño la cabeza de mi sobrino. Así Helmut, un niño jorobado y desubicado, se convirtió en un presentable y alto joven con la seguridad de una rana antes de comerse al grillo. Así como me sucedió, parecía beneficiarle, pero sólo era un espejo engañoso de lo que realmente era Helmut.
–Lamentable…
–Terrible será. Walter resultó ser más posesivo y astuto que nunca. Él daba a Helmut la impresión de que podía observarlo, pero sin hacer absolutamente nada. Para Helmut eso era muy normal y pensaba que toda la gente hacía lo mismo.
–¿Y cuánto tiempo estuvo usted con Helmut?
–Traté de convencer a Walter que regrese conmigo para salvar a Helmut, pero Walter estaba más agarrado que una tenia. Luego de largas noches de lágrimas, decidí regresar a Liverpool…

domingo, 15 de enero de 2012

EL VIAJE ESPIRITUAL Y MUNDANO DE STEINMEIER (Cap. II)

EL VIAJE ESPIRITUAL Y MUNDANO DE STEINMEIER
II: GEORGE MANSON: “EL ENIGMA DE LA DOBLE PERSONALIDAD FUE MI MAYOR IMPACTO”
(WALTER HA EMIGRADO)
Estaba en el ático de mi casa y mi esposa gritaba a que escuche la radio. El narrador anunciaba algo que, por mi terquedad en mis investigaciones sobre el demente, avivaba la mecha de la alegría: “Está, sí, ya está encerrado el famoso H. Steinmeier, estudiado muy de cerca por el prestigioso psiquiatra George Manson. Este hombre, de origen estadounidense, explica en su libro Yo y el Gémino que Steinmeier es único en su tipo, muy diferente a otros casos de doble personalidad”. Claro, a la vez estaba hostigado de este caso, incluso ya me estaba poniendo nervioso cuando vi esas ojeras en el espejo. Me llegaban docenas de cartas pidiéndome que analice otros casos de doble personalidad en Guayaquil. Al mismo tiempo, grafitis con la denominación Av. Sodoma está allí abundaban. Todo pasaba muy rápido, quería que todo convergiera a una singularidad y que se hunda en las historias costumbristas para siempre. Y así fue, todo se acumuló a un cerro que tuve que barrer en un solo día.
Abrazaba a mi esposa antes de dormir cuando oí un gemido, era de la casa de al lado. Me sentía excitado. Nunca había oído a una mujer gemir tan, tan seductoramente. Quería hacer a mi esposa mía, pero el poder de la conservación me tenía irritado. Los diarios pensarían que sometí a mi esposa para satisfacer mis necesidades masculinas. Pero, ¿quién podría enterarse de esto?, eran las 2 de la mañana y, aunque todo se oía por la propiedad de estas descuidadas casas, todo el mundo dormía. Estaba obsesionado, quería hacer el amor y obtener ese mismo gemido perfecto. Trataba de contenerme, me puse de pie y me dediqué a escuchar con el tocadiscos orquestas relajantes. Entonces arribó ese morboso sonido otra vez.
Mis sentidos estaban más que exaltados. Esa elevación debía ser dada de baja... tenía que halar esa cuerda. Jamás recibiría el perdón de los curuchupas, pero al diablo con eso. Me inspiré de esos juegos prohibidos para cristianos y, con esos truquitos mágicos ya olvidados desde los tiempos de la Inquisición, invoqué a Walter. ¿Por qué llamé a ese tarado? La respuesta estaba en su actitud pervertida. Este hombre verraquero para las estupideces tenía que ayudarme para obtener el gemido más auténtico y cercano a mi oído izquierdo. Soy sordo del derecho. Fue difícil compartir la caja, me di cuenta entonces que Dios existe y todas esas babosadas espirituales. Verificar si realmente era Walter fue fácil.
–Así que tú eres Walter Steinmeier –le dije.
–¿Lo haces para burlarte sobre el asunto de la Av. Sodoma? –me cuestionó Walter.
–¿Has vivido un infierno con Helmut? –pregunté más delicadamente.
–¿Helmut?, ese tipo es muy cómico –me respondió con una sonrisa–. Todos los días me toca deambular por el manicomio como si no tuviese nada que hacer. Ahora estoy con el hombre que me abandonó cuando más lo necesitaba para iniciar la purga.
–Le voy a ser honesto, sólo estaba investigándolo.
–No soy más estúpido que Helmut, no soy una fórmula ni un enigma matemático para que me analice. Creo que Dios me dio el cuerpo de un imbécil, ahora estoy con alguien más inteligente, pero molesto.
Así concluí que Walter estaba consciente de que era una personalidad alterna. Le hice mi petición y Walter la negó rotundamente. Dijo algo similar a esto: “Hay algo en la carretera de tu vida, es como excremento, es la obsesión por un simple rato de placer. Ya lo superé cuando Helmut y yo nos separamos. Bromeábamos sobre toda la vida victoriana de los putos ricos que se cruzaban por el portón de la casa, y ahora estoy condenado a preparar contigo la elegía dedicada para ese.” Trató de culparme por frustrar sus planes para asesinar a su alter ego mientras iniciaba una caminata larga.
El tipo era el amo de los juegos mentales; me enseñó un mundo lleno de sollozos, donde las notas eran libres y las escogías al azar, sin miedo a que el conglomerado de ellas suene desafinado. “Esto es placer”, dijo Walter. El sonido de las mesas, los ventiladores y el golpeteo de palos huecos también formaban parte de su repertorio. Si no obedeces a la nota Mi Mayor, eres un tonto. Así, él me mostró el lado más oscuro de su mundo poco definido: un edificio sin paredes, sólo había camas, camas llenas de mujeres desnudas y muy sensuales. Tuve el coito con todas ellas y ninguna me ofreció el gemido deseado, sólo algo angelical como si lo que hice fue por amor. Fingí satisfacción con Walter, quien me esperaba tocando el violín una canción minimalista. Me comprometí a seguir más a fondo sus pasos que emanaban sonidos puercos, le dije que estaba desarmonizando los sonidos inocentes que dominaban el ambiente. Me miró y me dijo que esa rutina de oír la voz del espíritu benevolente es dañina porque te hace vulnerable. Entonces me dio por seguirlo, agarré un vaso de vidrio y lo lancé contra la calle que ondulaba como una senoidal, igual que mi estado de ánimo. Pero el sonido resultó ser agradable y bastante lento, como un ventilador bien lubricado. Sepulté mi deseo por el puto sonido de las mujeres y decidí matar a Walter para dominar su mundo.
–Ya no es necesario drogarse con eso –afirmé.
–Por supuesto –dijo Walter–, sólo tienes que gobernarlo con decencia. Y para lograrlo, necesitas experiencias gratificantes.
–¿Tienes miedo que alguien de aquí te arrebate la poltrona? –pregunté con absoluta naturaleza.
–Esto es como la Babilonia decadente –me dijo, mostrando su puño–, todos “pecando” por obtener un sonido muy parecido. En realidad, el único pecado es quedar en silencio.
–¿Y por qué quería hacer revolución en el mundo real?
–Ya le dije, la rutina es un asesino bastante sabido.
–En mi humilde opinión, este mundo debe actualizarse ya.
–Esa frase no me gusta, deberías abandonarme porque nada sacarás de mí.
–¿En serio?
Desaté los cordones de mis zapatos y traté de usarlos como un arpa. El sonido que le sacaba era más prodigioso que los que sonaban cotidianamente por ahí. Así todos vinieron a mí, perplejos. Walter estaba algo confundido, lo único que hizo fue desempuñar su mano; su autoestima se degeneraba mientras que la gente asistía al espectáculo. Walter tenía que seguir la corriente porque los músicos no querían decepcionarse, así que tomó un par de piedras y las aplastó hasta crujir: la percusión. Yo no quería que suene como esos pandilleros de la calle con los tanques y tarros. Los músicos encontraron una mejor manera de hacer música; el azar, dominio del universo, desapareció para que el orden se asiente entre los habitantes. Walter lloraba más que cualquiera de sus súbditos. Con un sueño notorio afirmó: “Esto era lo que mantenía en pie mi voluntad por la revolución; ya no queda más que la rutina de afuera. Mi mente fue profanada y contaminada sin remedio”.
Walter abandonó su mente para cultivar otra en un lugar diferente. Me sentía culpable así que dejé a mis nuevos sirvientes que sigan tocando. Antes de irse, Walter me hizo el gemido que tanto he deseado. Y lo condené a errar por el mundo. Quedé impactado, mi cara mostraba impresión y conmoción severa. Los sonidos ordenados se acrecentaban hasta ya no poder oírme. Quería despertar, sentía que me ahogaba, no por los sonidos ni el mar de imágenes que me habían asechado, sino por un… periódico.
Desperté, era muy tarde como para ir al consultorio. Me quité el diario de la cara. Era obvio que estaba en mi casa, pero la diferencia era que estaba junto a mi esposa. Me dijo muy angustiada que estaba “poseído” por las convulsiones. Me levanté de la bañera, mi esposa insistía que no debía marcharme hasta que leyera el periódico. Era El Reverso informando:
G. MANSON, POR USAR MÉTODOS NO ORTODOXOS, FUE “POSEÍDO”
En las columnas de opinión decían cosas como “Manson fue poseído por Steinmier” o “psicoloco jugador al satanito”. Ya los chismes se habían esparcido y la prensa no tardó en actuar. Miré la fecha y quedé un poco perplejo. ¡Dije que debí barrer todo eso en un solo día pues realmente pareció haber pasado un maldito día!
Constituido por el nuevo orden de la humillación, decidí regresar con mi esposa a mi despreciado hogar. Me arriesgaba a parecer pelota de hule social. Mi complejo de juzgar fue la razón de ser expulsado por mis compatriotas; esperaba, sin embargo, ser bien recibido tras haber asumido el cargo de la felicidad que tanto había anhelado. “¿Qué pasó en ese sueño?”, preguntaba mi esposa durante el viaje. Ya para ese instante los sonidos se normalizaron y yo estaba cada vez más relajado… no, eso no fue, estaba cada vez más intolerante. Era como un trasplante no compatible, una gangrena de ideas socavaban poco a poco la mente del que les escribe. Y una vez más ratifiqué la creencia en Dios, agregando el argumento de no volver a meterme en juegos de brujas. Una opresión de parte de sonidos más allá de lo psíquico ya me era perturbadora. Cuando llegué a mi tierra natal, me hice amigo de un loquero. Ya saben lo que sucedería luego…
Sin dudas podría decir que el enigma de la doble personalidad fue mi mayor impacto. ¡El impacto de una sandía… hacia el sol!