Dentro de un desliz de hechura pávida, se ilustraba de formas irregulares
la mujer manca quien nunca pudo decaer ante la molestia del grifo matutino (el
reservorio de agua de la terraza emprendía su locura burbujeante al amanecer,
cuando el viejo gasfitero llora en su frustración orgullosa, que durará hasta
que la casa se venda o se caiga bajo gravedad o fuego), cuyas secreciones
viscosas y amarillentas ―corrompidas, pienso, por la vibración de la
refrigeradora, siempre alcahueta en la cercanía― eran lo suficientemente
porfiadas como para no apuntar una linealidad de tambor digno. Ella trataba de
explicarme que no era ninguna discreción tortuosa, pues se refugiaba en la
cálida bañera del tercer piso, su hogar, cerca del grifo. Ella esperaba un aliento
fugaz, la más ilustre de las bocanadas, pero aún no quería separarse de sus
colecciones antiguas, ya que aún admiraba, con tanta ovación, los arquetipos
más reservados, y las mentes más atareadas que jamás descansaron hasta el cese
de sus funciones vitales. Muchos han discrepado con ella, pero una ineficaz
necedad la acostaba en una bella telaraña de creaciones espontáneas, surgidas
desde su pagano dictamen, bien ligadas a los viejos libros.
Repasa, mansamente, el historial del baño, un templo de zanjas diminutas y
bien interpretadas, vacías calles de visiones infantiles (la mugre de las ratas
las delata), controladas inocentemente por coloridos molinetes, que cortan el
aire decorado con respiros de monje. Cuando la torre de libros se inclina en la
bañera, ella trata de estabilizarla, pero luego añade otro a la torre: un reto
de minúscula paciencia, un inciso con vaivenes de exhaustiva tolerancia,
mostrando la gallardía que el único brazo puede despedir, de cuando en cuando,
sobre la base de la torre, inquieta. Todas las paredes sudan, a través de un
equilibrio de artista desmesurado por el más oscuro de los desdenes, un silente
cuidado, muy camuflado en una armonía forzada entre el agua y el papel, un rito
que nunca acaba debido a exigencias higrométricas. Sólo para cocinar, ella
atravesaba la puerta de chapa importuna, y exploraba la desolación de su
fantasmal casa (me refiero a los dibujos grotescos que alguna vez hizo su
sobrina Ana), cuyas baldosas se desmontan por el pasar de los buses y los
bailes tribales de los vecinos, duendes malcriados, de costumbre sumergida en
atributos de barrigas escarmentadas por So Majestad, quien, además, los
manipulaba por la más caliente de las cacerolas clericales y la más brillante
oclocracia. Para buen levantamiento de la manca, ahora duermen por la retórica
fuerza del cetro. Respira aire húmedo y reconstituyente. Calma. Ojos felices
ante el desierto blanco. Aprovecha: Es momento de salir de su lujo solitario y
observar la plataforma tabernaria del malecón, que, sin dudas, es una obra de
iluso certamen municipal, un objeto de pedantería entre todos los alcaldes
anteriores. Se ríen y ruegan por sus familias, todas de robustos moralismos.
Triste. Fue una pérdida de tiempo apostar por verlos. De regreso al Hotel
Académico, la manca abusa de sus servicios, abriendo el grifo sólo un poquito,
como de costumbre; pero es lo más mortífero que ha visto, sí, un riachuelo
amenaza los edificios, sin importar mucho al Hotel y su gerente rocoso, oculto
en la incertidumbre de sus opacas ventanas de amarillenta porcelana. Puede
azararse y derrumbar desidiosamente toda la luctuosa herencia de su antiguo
jefe, el dueño del más refundido prostíbulo. Tras la inundación descontrolada,
cuyo origen suspirante fue consumido en trabas de óxido y obsesión, la manca
saca con buen apuro sus libros, que no pudieron resistirse a las gotas y el
tambaleo. Unos cayeron y fueron empapados completamente; otros, mediante una
singular procesión, se asentaron sobre la seguridad del retrete. La manca, en
observando la fatalidad de su baño, sostiene, pues, que poco se puede hacer, y
dice muy ásperamente:
―Tendría que ceder ante la justificación que ofrece el agua, o hacer que
esto vaya a una situación más divertida.
―¡Otra vez esas putas goteras! ―grita el vecino de abajo.
Acaso lo de aquel vecino es la situación
divertida, pero, está bien mencionarlo, ese estado caótico pero relajante
se lleva consigo las cartas de su madre, ingenua, hacia la insania del malecón.
Asimismo, por allí van dos de Alejo Carpentier y tres de Borges. Coincidencia
que sean sólo de ellos, como si el agua del grifo sea una selectiva privadora
que, apuntando cada vez más hacia la gran pereza de la manca, decide castigarla
con lo que ha ignorado. O tal vez es porque esos libros desafortunados estuvieron
en la base de la torre, ya colapsada, sin rastro. Sí, eso ha de haber sido. De
hecho, ella siempre había colocado sus libros favoritos en las bases, de manera
que, para leerlos, tenía que remover (leer) los superiores, los secundarios. ¿Manía? En fin, adiós,
libros. Ciao.
Ella guarda todos los libros que pudo tomar, guardándolos en una de sus
valijas, y la escasa ropa se refugia sin esperanza en el alto armario, una
fortaleza que pronto se rendiría. Ay, tantas cosas pendientes. Según la manca,
el regreso es inevitable porque además el dueño, así como el gasfitero, está de
vacaciones muy carnales; el buen gasfitero terminaría agarrando un apasionado
vicio en Dublín, donde se conectaría con un tratado antidepresivo
permanentemente; el otro acaba en miseria. Mientras los vagabundos del malecón
ven la salida de una más de ellos, la manca se arrastra con su oronda carga,
llena de grumos rectangulares y movimiento llano, y esas formas irregulares
inician la persecución hacia una sucesión cómoda de abstracción, lejos de la
tradición y las orquestas folclóricas, ridículas para muchos nativos,
asombrosas para los ingenuos turistas. Las cascadas siguen secuestrando más
papeles y recuerdos, los cuales irán a la más cercana alcantarilla y luego al
río, que les provocaría una serenísima incursión, lo más cercano a levitar con
los vientos alpinos. Pasa cerca un hombre bien parecido y vestido y observa la
banda cristalina avanzando, como si fuese lanzada por ímpetu bárbaro, con
regalos invaluables. Fue un dolor punzante, una cuestión de divorcio entre las
palabras y los escuálidos papeles en orden confesionario; inmediatamente aquel
hombre usa su sombrero de copa y detiene el trayecto de los inocentes libros y
cartas, porque nada de ellos mostraba el pasado pecaminoso de su ya antigua
dueña, quien acaba de ingresar a un agujerito escolar, siempre dispuesto a
recibir revelaciones metafísicas de las cuales nadie se ensordece, de acuerdo a
una simplicidad que fue hallada a dos calles de allí, donde un señor se
desgarró de las enseñanzas escolásticas mañaneras, rústicas para las escuelas
urbanas, que fácilmente quedan a merced de falsos cantos romanos. Ese buen
hombre era el padre del rescatador literario; se llamaba Antonio Corrales, el
recolector. Rompiendo con la estabilidad del testamento de su padre, Marcos
retiene el firmamento acorazado de su biblioteca, que, amparada por fronteras
de bajos portales, contribuía al egoísmo de cualquiera quien sea su dueño. Así,
el proceso de acumulación desquiciada se puso en marcha en tan solo dos años;
de hecho, ya no parece biblioteca, sino un inútil montón de archivos,
embalsamados por ácaros y escupitajos de ventiladores polvorientos. Tantos
libros sin leer, por Dios. La presión de la celulosa es crítica, una razón más
para escabullirse en una notoriedad que fue advertida por su padre alcohólico.
Asecho de cuaderno abriéndose. Otro más. Bum… Mañana muere ahogado por
agitación de repisas podridas si no evita otro… Bum.
Es necesaria una expulsión: una ya fue realizada por el grifo maldito, la
otra está pendiente. Es necesario un acicalamiento de paradigmas medievales que
aún se conservan en la maestría bibliotecaria, donde la manca ha de recurrir.
Es necesario que algún meigo, veedor de alternativas sorpresivas, acuda a la
manta crítica que se postra sobre un desesperado hogar de arañitas, pacíficas
en la oscuridad o callejoncitos de cartón duro. Marcos también se necesita,
porque sabe que no podrá si sólo se desquita con su arrinconado
existencialismo, una lección de allá-vas-vos. Él sabe que, cuando el tren pase,
el maltrecho sostenimiento reirá como un niño bipolar y eructará
intermitentemente, al son del toc-toc férreo. Viene el fin, un caos sin
reparar, sin organizar, a menos que se ajuste al pergamino dictatorial, el
último mandato. Se aglutina en una gran olla granujienta, tenebrosamente, la
mermelada mordaz del cocinero, quien, esto es importante, siempre se ha
atrevido dejar su rastro por las almohadas de su amo, para que deje las
majaderías y madure como el académico que su padre soñó. «Si salgo de la
retención con mis posesiones, todo será consumido por el suelo mohoso y las
polillas hambrientas», dice Marcos, aún desautorizado por los sermones de su
cocinero, esperando a alguien que lo rescate del colapso. Desde luego, es necesaria
una plegaria (?).
La manca no cubre la diversidad que posee ni echa a dormir las palabritas
de Antonio Corrales. Llega al rincón escolar, una bodega de tétricas columnas,
y resuelve el insoluto espacio que ha quedado reservado para ella. Se dirige, pues,
al templo de su maestro muerto, donde el riesgo de calamidad azotaba
conciencias, más mansas por escrutinio sosegado que por incertidumbre
insoportable. La manca, esperando la ayuda de Antonio, llega al hogar de
Marcos, quien se muestra como un espantapájaros miedica. Desde que aumentó su
sospechoso patrimonio, él no ha querido moverse por miedo a ser aplastado por
kilos y kilos de papel. Tras este espectáculo decadente, la manca dice:
―So tonto, ¿dónde está don Antonio?
―Está bien muerto ―responde Marcos―. Falleció por su egoísmo aristocrático,
y los libros, como guillotinas desgastadas, lo atacaron incluso después de
morir. Y yo me hundiré en ese mismo destino, y mi cocinero solicitará una
regalía por ser tan fanfarrón conmigo aunque siempre tuvo la razón.
―Puedo escuchar la amenaza a la que estás condenado. Puedo sacarte de aquí.
Sólo camina lentamente y no serás aplastado; pero lo serás si te quedas aquí
hasta que pase un camión o el tren de las siete.
Así, Marcos sale de la quietud, dejando solo a su cocinero. Acompaña a la
manca a rescatar la ropa del Hotel Académico. En una deficiencia de argumentos,
la catarata (todas las pequeñas cataratas copularon en una orgía espléndida, en
especial, cuando descendían los molinetes, empalidecidos, que giraban en torno
a la ridiculez y la burla) asombraba a los viandantes, y nadie quería recoger
los papeles de ella, porque se destruiría la estética conferida por el grifo,
todavía en estado de necedad. Luego de cruzar la laguna y despojar el
atrevimiento inerte, la manca y Marcos alcanzan el armario a la deriva, que
también fue tentado de dejarse arrastrar hasta la catarata pública. (Se
escuchan aplausos, particularmente, de los vagos, tan llenos de dicha). Bajan
discretamente y dejan para siempre el Hotel Académico, cuya blancura se
magnificaba con la presencia del agua divertida, agua enmarañada entre
colecciones deformes, agua malcriada, agua de grifo.
―¿Crees que la mendaz vista que mi padre nos mostraba era la antítesis del
cocinero? ―pregunta Marcos.
―A pesar de la arrogancia de tu siervo ―dice la manca―, él acoge una
sabiduría cruenta, que bien podría desilusionar a la sociedad, pero sería
necesaria para salvarla de la charlatanería.
De repente, ellos sienten un cariño grotesco por el cocinero, pero su fin ha
llegado. Un sacrificio involuntario: El tren de las siete ha pasado, y se
escucha una violencia que provoca la más desdichada de las taquicardias. Entran
a la magna biblioteca, reducida en su glotonería, y ven, aterrorizados, que
todo el traslado ha cruzado el sesgo, esa cantidad crítica que gruñía como
metal retorcido entre todos los libros, ahora desparramados por todo el lugar y
cubiertos por la mermelada mordaz del cocinero, y los patéticos catálogos
agonizan bajo la ameba más deficiente, que se desprendía como ácido de la
mermelada, como subproducto digno de enigmática admonición. Sonido exótico.
Tragedia privilegiada, posible escarmiento. «Aquí no hay lugar…», señala
Marcos, tratando de encontrar alguna palpitación entre la nube de polvo y los
restos desquebrajados. Todo está arruinado en una cubierta nacarada ―un
acercamiento a un deslave colorido―, la catástrofe que, depositada en la
explicación menos natural, es equivalente a un incendio provocado por tupida
venganza.
Lo que ha hecho el grifo durante estos años es, además de acarrear
expulsiones llenas de disimulo, ocasionar un llanto caricaturesco para engordar
un lugar taciturno y desinformado y hacerlo morir como lo hizo con la torre de
libros, pero en menor escala. Hecho el traslado macabro, el grifo ya descansa
por la vibración del tren, su detonador más efectivo. El grifo ya no es
bienvenido por la manca ni por ningún otro inquilino. El grifo está solo y sin
llanto. Sabemos que será reemplazado por otro que, a la larga, será asimismo
degenerado por el giro abusivo de su mecanismo.
Un extraordinario relato al mundo de lo simbolico a travez de lo cotidiano, de un novel escritor que está haciendo camino por el mundo de las letras.
ResponderEliminarFelicitaciones
Genial historia Bismark !!! (Y)
ResponderEliminarawesome! *-*
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