martes, 12 de febrero de 2013

MARY JAMES




Mary James, aún muy joven, se sentaba en un jardín erótico, ondulado delicadamente por encanto veraniego. El proceso, a estas alturas, sería un poco cuestionado.
Sintió lástima por tres patos que, sin embargo, caminaban saludables por la pradera. «Cuack, cuack: triste existencia, pero no corrompida», dijo. A ésto le quiso agregar un manto sordo a su alrededor, así que se fijó en un diario viejo, amarillento y manchado. Leyó la guerra y la posguerra de cualquier época, porque todo lo que sentía era una realidad transmutada y hasta falseada por arquetipos absurdos. El diario había sido repudiado por sus contemporáneos debido a su recurrencia histórica, porque muchos hombres aún niegan sus diferentes pinturas, desde las rupestres hasta las modernistas, y todas ellas se fijan en una porción.
Aun sin la molestia del sol, el esmog era una fragancia sin mucha invocación, que más tarde se entreveraría con las nubes. Hubiera visto esas hermosas nubes, alborotadas como su cabello rizado. Pasó un tranvía, un objeto que se resiste en una pintura temblorosa, inestable; afortunadamente, éste parecía una partícula entusiasta, todavía expuesta como tradición. Hora de irse. Pero el problema era que ella temía a los tranvías porque, para su desgracia, parecía regresar a 1940, año feliz de su infancia. «Quiero mantener mi infancia intacta; regresar es un riesgo», agregó, escondiéndose detrás del portal del jardín. El rasgo más diminuto de presagio anticuado era una escultura terrible en su mente. De hecho, su mente es un cementerio con pocas tumbas, unas ocupadas, otras reservadas. En cada tumba hay un huequito por el que puede observarse un hermoso caleidoscopio sensorial, un recuerdito feliz. Los malos recuerdos rondan como fantasmas, como una constancia de que la vida suya, al menos la alegre, debía momificarse, porque las desgracias ―las desilusiones de todos los tamaños― se dejarán llevar por un éter lúcido que aparecería, de seguro, durante su vejez; pero, así como las egipcias, sabía que sus memorias acabarían deterioradas.
Ya perdiéndose el tranvía, James cruzó la calle, atravesando el aire pintado de rayas grises, rayas que se distorsionan lentamente hasta casi imitar un remolino, pincelado de un lado a otro por los autos; ella, a propósito de su falso delirio, estaba afiliada al grupo más realista y minucioso de la ciudad. Oh, hasta en el esmog se imaginaba tonterías. Sin embargo, las bellas tonterías se contemplan no con extrañeza, sino con un determinante vagabundeo en la mirada; es suficiente con que esas tonterías sean bellas. Sí. Llegando a la casa, la presencia victoriana era intimidante; se sentía segura con una época que ya había quedado atrapada en los libros de su abuelo. Así se completaba el círculo fantasmal: en la realidad y en la mente. Escuchaba un bus acercándose, un vehículo horrible, que, cuando frenaba, sonaba como una vaca ahorcándose, si, para usted, ahorcar a una vaca es algo común para comparar. Era tiempo de esconderse en el baño. ¡Qué terrible sonido! Se sentía atormentada; no podía adaptarse a esta época, pero tampoco quería regresar a la suya por ser muy hermosa como para revivirla. «Vamos, mi vida es como una boda eclesiástica», afirmó, sacando su cabeza lentamente por la ventana.
―Señorita James, una caravana se acerca ―dijo su mayordomo, sentado al fondo de la casa.
―Me quiero versar para el beneficio del panteón ―dijo la dama, agitando sus rizos cubiertos de polvo―. Cuando todos los fantasmas invadan el lugar, habrá tanta masa pétrea que no se podrán ver las tumbas y, así, mis recuerdos más vívidos abordarán el coche amnésico que tanto he solicitado.
―¿Qué diablos dijo, señorita James?
Era tiempo de mirar la corriente, la misma que se mantendría paralela a los fantasmas. El paso final, Mary James. Pasó un candidato a la presidencia y un sinnúmero de autos modernos a toda velocidad. Llegó el sonido más cercano a la muerte, toda su vida se petrificó en el retumbar de su casa. Una parte de ella se fue para siempre con la caravana, y, más tarde, por el tranvía que estaba detrás. Ni alcanzó a describir la aventurera certidumbre que había manejado con esos espectros de todas las épocas, que, sin embargo, acabaron representando unas pocas, tres o dos. Ya no había panteón ni buenos recuerdos, pues estaban enterrados. Sólo alguien más sería capaz de sacarlos a luz, en un desafío voluntario, con voluminoso sacrificio, ya que había que tachar y corregir el verso que Mary James donó, balanceando una laboriosa relación biográfica, a su tesoro-cementerio.

sábado, 1 de diciembre de 2012

EL MITO DEL GRIFO




Dentro de un desliz de hechura pávida, se ilustraba de formas irregulares la mujer manca quien nunca pudo decaer ante la molestia del grifo matutino (el reservorio de agua de la terraza emprendía su locura burbujeante al amanecer, cuando el viejo gasfitero llora en su frustración orgullosa, que durará hasta que la casa se venda o se caiga bajo gravedad o fuego), cuyas secreciones viscosas y amarillentas ―corrompidas, pienso, por la vibración de la refrigeradora, siempre alcahueta en la cercanía― eran lo suficientemente porfiadas como para no apuntar una linealidad de tambor digno. Ella trataba de explicarme que no era ninguna discreción tortuosa, pues se refugiaba en la cálida bañera del tercer piso, su hogar, cerca del grifo. Ella esperaba un aliento fugaz, la más ilustre de las bocanadas, pero aún no quería separarse de sus colecciones antiguas, ya que aún admiraba, con tanta ovación, los arquetipos más reservados, y las mentes más atareadas que jamás descansaron hasta el cese de sus funciones vitales. Muchos han discrepado con ella, pero una ineficaz necedad la acostaba en una bella telaraña de creaciones espontáneas, surgidas desde su pagano dictamen, bien ligadas a los viejos libros.
Repasa, mansamente, el historial del baño, un templo de zanjas diminutas y bien interpretadas, vacías calles de visiones infantiles (la mugre de las ratas las delata), controladas inocentemente por coloridos molinetes, que cortan el aire decorado con respiros de monje. Cuando la torre de libros se inclina en la bañera, ella trata de estabilizarla, pero luego añade otro a la torre: un reto de minúscula paciencia, un inciso con vaivenes de exhaustiva tolerancia, mostrando la gallardía que el único brazo puede despedir, de cuando en cuando, sobre la base de la torre, inquieta. Todas las paredes sudan, a través de un equilibrio de artista desmesurado por el más oscuro de los desdenes, un silente cuidado, muy camuflado en una armonía forzada entre el agua y el papel, un rito que nunca acaba debido a exigencias higrométricas. Sólo para cocinar, ella atravesaba la puerta de chapa importuna, y exploraba la desolación de su fantasmal casa (me refiero a los dibujos grotescos que alguna vez hizo su sobrina Ana), cuyas baldosas se desmontan por el pasar de los buses y los bailes tribales de los vecinos, duendes malcriados, de costumbre sumergida en atributos de barrigas escarmentadas por So Majestad, quien, además, los manipulaba por la más caliente de las cacerolas clericales y la más brillante oclocracia. Para buen levantamiento de la manca, ahora duermen por la retórica fuerza del cetro. Respira aire húmedo y reconstituyente. Calma. Ojos felices ante el desierto blanco. Aprovecha: Es momento de salir de su lujo solitario y observar la plataforma tabernaria del malecón, que, sin dudas, es una obra de iluso certamen municipal, un objeto de pedantería entre todos los alcaldes anteriores. Se ríen y ruegan por sus familias, todas de robustos moralismos. Triste. Fue una pérdida de tiempo apostar por verlos. De regreso al Hotel Académico, la manca abusa de sus servicios, abriendo el grifo sólo un poquito, como de costumbre; pero es lo más mortífero que ha visto, sí, un riachuelo amenaza los edificios, sin importar mucho al Hotel y su gerente rocoso, oculto en la incertidumbre de sus opacas ventanas de amarillenta porcelana. Puede azararse y derrumbar desidiosamente toda la luctuosa herencia de su antiguo jefe, el dueño del más refundido prostíbulo. Tras la inundación descontrolada, cuyo origen suspirante fue consumido en trabas de óxido y obsesión, la manca saca con buen apuro sus libros, que no pudieron resistirse a las gotas y el tambaleo. Unos cayeron y fueron empapados completamente; otros, mediante una singular procesión, se asentaron sobre la seguridad del retrete. La manca, en observando la fatalidad de su baño, sostiene, pues, que poco se puede hacer, y dice muy ásperamente:
―Tendría que ceder ante la justificación que ofrece el agua, o hacer que esto vaya a una situación más divertida.
―¡Otra vez esas putas goteras! ―grita el vecino de abajo.
Acaso lo de aquel vecino es la situación divertida, pero, está bien mencionarlo, ese estado caótico pero relajante se lleva consigo las cartas de su madre, ingenua, hacia la insania del malecón. Asimismo, por allí van dos de Alejo Carpentier y tres de Borges. Coincidencia que sean sólo de ellos, como si el agua del grifo sea una selectiva privadora que, apuntando cada vez más hacia la gran pereza de la manca, decide castigarla con lo que ha ignorado. O tal vez es porque esos libros desafortunados estuvieron en la base de la torre, ya colapsada, sin rastro. Sí, eso ha de haber sido. De hecho, ella siempre había colocado sus libros favoritos en las bases, de manera que, para leerlos, tenía que remover (leer) los superiores, los secundarios. ¿Manía? En fin, adiós, libros. Ciao.
Ella guarda todos los libros que pudo tomar, guardándolos en una de sus valijas, y la escasa ropa se refugia sin esperanza en el alto armario, una fortaleza que pronto se rendiría. Ay, tantas cosas pendientes. Según la manca, el regreso es inevitable porque además el dueño, así como el gasfitero, está de vacaciones muy carnales; el buen gasfitero terminaría agarrando un apasionado vicio en Dublín, donde se conectaría con un tratado antidepresivo permanentemente; el otro acaba en miseria. Mientras los vagabundos del malecón ven la salida de una más de ellos, la manca se arrastra con su oronda carga, llena de grumos rectangulares y movimiento llano, y esas formas irregulares inician la persecución hacia una sucesión cómoda de abstracción, lejos de la tradición y las orquestas folclóricas, ridículas para muchos nativos, asombrosas para los ingenuos turistas. Las cascadas siguen secuestrando más papeles y recuerdos, los cuales irán a la más cercana alcantarilla y luego al río, que les provocaría una serenísima incursión, lo más cercano a levitar con los vientos alpinos. Pasa cerca un hombre bien parecido y vestido y observa la banda cristalina avanzando, como si fuese lanzada por ímpetu bárbaro, con regalos invaluables. Fue un dolor punzante, una cuestión de divorcio entre las palabras y los escuálidos papeles en orden confesionario; inmediatamente aquel hombre usa su sombrero de copa y detiene el trayecto de los inocentes libros y cartas, porque nada de ellos mostraba el pasado pecaminoso de su ya antigua dueña, quien acaba de ingresar a un agujerito escolar, siempre dispuesto a recibir revelaciones metafísicas de las cuales nadie se ensordece, de acuerdo a una simplicidad que fue hallada a dos calles de allí, donde un señor se desgarró de las enseñanzas escolásticas mañaneras, rústicas para las escuelas urbanas, que fácilmente quedan a merced de falsos cantos romanos. Ese buen hombre era el padre del rescatador literario; se llamaba Antonio Corrales, el recolector. Rompiendo con la estabilidad del testamento de su padre, Marcos retiene el firmamento acorazado de su biblioteca, que, amparada por fronteras de bajos portales, contribuía al egoísmo de cualquiera quien sea su dueño. Así, el proceso de acumulación desquiciada se puso en marcha en tan solo dos años; de hecho, ya no parece biblioteca, sino un inútil montón de archivos, embalsamados por ácaros y escupitajos de ventiladores polvorientos. Tantos libros sin leer, por Dios. La presión de la celulosa es crítica, una razón más para escabullirse en una notoriedad que fue advertida por su padre alcohólico. Asecho de cuaderno abriéndose. Otro más. Bum… Mañana muere ahogado por agitación de repisas podridas si no evita otro… Bum.
Es necesaria una expulsión: una ya fue realizada por el grifo maldito, la otra está pendiente. Es necesario un acicalamiento de paradigmas medievales que aún se conservan en la maestría bibliotecaria, donde la manca ha de recurrir. Es necesario que algún meigo, veedor de alternativas sorpresivas, acuda a la manta crítica que se postra sobre un desesperado hogar de arañitas, pacíficas en la oscuridad o callejoncitos de cartón duro. Marcos también se necesita, porque sabe que no podrá si sólo se desquita con su arrinconado existencialismo, una lección de allá-vas-vos. Él sabe que, cuando el tren pase, el maltrecho sostenimiento reirá como un niño bipolar y eructará intermitentemente, al son del toc-toc férreo. Viene el fin, un caos sin reparar, sin organizar, a menos que se ajuste al pergamino dictatorial, el último mandato. Se aglutina en una gran olla granujienta, tenebrosamente, la mermelada mordaz del cocinero, quien, esto es importante, siempre se ha atrevido dejar su rastro por las almohadas de su amo, para que deje las majaderías y madure como el académico que su padre soñó. «Si salgo de la retención con mis posesiones, todo será consumido por el suelo mohoso y las polillas hambrientas», dice Marcos, aún desautorizado por los sermones de su cocinero, esperando a alguien que lo rescate del colapso. Desde luego, es necesaria una plegaria (?).
La manca no cubre la diversidad que posee ni echa a dormir las palabritas de Antonio Corrales. Llega al rincón escolar, una bodega de tétricas columnas, y resuelve el insoluto espacio que ha quedado reservado para ella. Se dirige, pues, al templo de su maestro muerto, donde el riesgo de calamidad azotaba conciencias, más mansas por escrutinio sosegado que por incertidumbre insoportable. La manca, esperando la ayuda de Antonio, llega al hogar de Marcos, quien se muestra como un espantapájaros miedica. Desde que aumentó su sospechoso patrimonio, él no ha querido moverse por miedo a ser aplastado por kilos y kilos de papel. Tras este espectáculo decadente, la manca dice:
―So tonto, ¿dónde está don Antonio?
―Está bien muerto ―responde Marcos―. Falleció por su egoísmo aristocrático, y los libros, como guillotinas desgastadas, lo atacaron incluso después de morir. Y yo me hundiré en ese mismo destino, y mi cocinero solicitará una regalía por ser tan fanfarrón conmigo aunque siempre tuvo la razón.
―Puedo escuchar la amenaza a la que estás condenado. Puedo sacarte de aquí. Sólo camina lentamente y no serás aplastado; pero lo serás si te quedas aquí hasta que pase un camión o el tren de las siete.
Así, Marcos sale de la quietud, dejando solo a su cocinero. Acompaña a la manca a rescatar la ropa del Hotel Académico. En una deficiencia de argumentos, la catarata (todas las pequeñas cataratas copularon en una orgía espléndida, en especial, cuando descendían los molinetes, empalidecidos, que giraban en torno a la ridiculez y la burla) asombraba a los viandantes, y nadie quería recoger los papeles de ella, porque se destruiría la estética conferida por el grifo, todavía en estado de necedad. Luego de cruzar la laguna y despojar el atrevimiento inerte, la manca y Marcos alcanzan el armario a la deriva, que también fue tentado de dejarse arrastrar hasta la catarata pública. (Se escuchan aplausos, particularmente, de los vagos, tan llenos de dicha). Bajan discretamente y dejan para siempre el Hotel Académico, cuya blancura se magnificaba con la presencia del agua divertida, agua enmarañada entre colecciones deformes, agua malcriada, agua de grifo.
―¿Crees que la mendaz vista que mi padre nos mostraba era la antítesis del cocinero? ―pregunta Marcos.
―A pesar de la arrogancia de tu siervo ―dice la manca―, él acoge una sabiduría cruenta, que bien podría desilusionar a la sociedad, pero sería necesaria para salvarla de la charlatanería.
De repente, ellos sienten un cariño grotesco por el cocinero, pero su fin ha llegado. Un sacrificio involuntario: El tren de las siete ha pasado, y se escucha una violencia que provoca la más desdichada de las taquicardias. Entran a la magna biblioteca, reducida en su glotonería, y ven, aterrorizados, que todo el traslado ha cruzado el sesgo, esa cantidad crítica que gruñía como metal retorcido entre todos los libros, ahora desparramados por todo el lugar y cubiertos por la mermelada mordaz del cocinero, y los patéticos catálogos agonizan bajo la ameba más deficiente, que se desprendía como ácido de la mermelada, como subproducto digno de enigmática admonición. Sonido exótico. Tragedia privilegiada, posible escarmiento. «Aquí no hay lugar…», señala Marcos, tratando de encontrar alguna palpitación entre la nube de polvo y los restos desquebrajados. Todo está arruinado en una cubierta nacarada ―un acercamiento a un deslave colorido―, la catástrofe que, depositada en la explicación menos natural, es equivalente a un incendio provocado por tupida venganza.
Lo que ha hecho el grifo durante estos años es, además de acarrear expulsiones llenas de disimulo, ocasionar un llanto caricaturesco para engordar un lugar taciturno y desinformado y hacerlo morir como lo hizo con la torre de libros, pero en menor escala. Hecho el traslado macabro, el grifo ya descansa por la vibración del tren, su detonador más efectivo. El grifo ya no es bienvenido por la manca ni por ningún otro inquilino. El grifo está solo y sin llanto. Sabemos que será reemplazado por otro que, a la larga, será asimismo degenerado por el giro abusivo de su mecanismo.

lunes, 10 de septiembre de 2012

EL ESPACIO GENERADO



Estoy en el malecón, por la Catedral, y un viento norte corre por la altura del torso. No lo siento aunque estoy entre ese vector relajante. Veo los tendales y no alcanzo esa frescura cosmopolita que me transportaba a mis deseos sencillos, mundanos, íntimos. Hay una presencia vacía alrededor de mí; no lo siento, no percibo; sí, eso puede ser: como ese ente es inapelable a la existencia, necesita un arrimo de la realidad mía. El orbe del romanticismo me ha quitado esa noble sensación de ese tendal de sucesos, pasos, oportunidades anheladas, cofres ociosos, la vida; y me ha dado esa presencia vacía, como una burbuja irregular, esa pompa que no encuentra su éter intrínseco, que está más allá de esos cuásares maravillosos e inaudibles espectáculos cósmicos. La nada te espera, espacio, y no sé cómo te generé, pero siento que fueron esos poemas, poemas que me dañaron, que complacieron al conjunto unión pero noto que está fuera de él, que probablemente sólo lo represente yo y ella, o el inefable repertorio de mis antítesis más impregnadas en mi mente dual. Hay una línea en ese diagrama de Venn, dentro del Referencial, que se encarga de abrazar el realismo y arrebatarla de mi humanidad, esa que engloba la tierra, un Atlas. Esa línea es ese vacío maldito, el campo espectral más siniestro aunque destilado, y ahí está el misterio. Cuando esa presencia desaparezca, al fin podré concebir una boca más entusiasta, libre, que cuente a los lares remotos lo que la soledad más inmediata es capaz de perpetrar. Me atrevo a decir que ella pronto saltará, como un gas de poca densidad, hacia el cielo, los astros, los cúmulos, hasta encontrar su hogar, y se irá amarrada a mi respiro. Mi firma ya está en el universo. Y creo que ya no está ese gas sin masa, porque estoy por concluir esta carta, que no es confesión ni desahogo; sólo es un halago a ese enemigo que me permitió expandir como una estrella moribunda.
Veré, otra vez con ese viento veraniego, esos tendales al otro lado del río Babahoyo, así como cuando los apreciaba desde la bicicleta con mi padre. Ese vacío, ese espacio, se genera cuando uno crece.