¡Qué
vergüenza, señor Evans! Ya ha estado con esa nariz bohemia, trémula por
convicción indispuesta a declararse, teniendo trastorno bipolar. Su nariz es
una catarata, pero ¿qué le pasa!; hágale saber que debe poner sus nervios
contra el cerebro, porque piernas para aterrizar no tiene, y, si las tuviera,
correría en una actuación agonizante, sí, desangrando como pies pigmeos pero
torturados, aun con la advertencia sobre lo que le pasó a un carpintero judío
con cualidades mágicas, que vivió hace dos milenios, todo el mundo pretende
conocerlo con rumores exponenciales. Y, aun así, usted agita inútilmente la cabeza,
no sé si sea por no querer escucharme o reorganizar su sistema nervioso, que,
como le puedo diagnosticar, está a punto de iniciar una huelga. ¿Qué ha hecho
su cerebro para que todo esto estalle, señor Evans? Que yo sepa, usted no es
capitalista, su cerebro tampoco lo ha de ser. Espero que no sea un cuadro de
abstinencia, porque me dijeron compañeros suyos, los de ese hospital, que usted
era adicto a las metanfetaminas y otras pastillas que tanto han atormentado a
sus pacientes; y ahora usted es el paciente, probablemente se sienta humillado,
pero lo dudo, ya que, si su cerebro está ocupado resolviendo una crisis, usted
ni ha de estar oyendo mis palabras con claridad. Pero el intento vale la pena,
tal vez repercuta más tarde, como una carta empolvada, más tarde tomada del
buzón de su buen amigo, el oído, que está teniendo problemas también, todos
ellos relacionados con su nariz-catarata. Esta nariz sigue afectada por una
locura más ajena a los casos psiquiátricos más controvertidos. ¿Qué
especialista podría tratar a un par de fosas nasales dementes? «Un
neurólogo»,
respondería usted, pero aquí también intervienen sentimientos, y no sé si
exista algún híbrido que lo salve de este síndrome tan atendido. ¡Qué
vergüenza, señor Evans y su nariz!
Sus
ojos también sufren, ahora por depresión; aunque parecían haberse deshidratado
no porque han llorado, sino porque la nariz había drenado las provisiones de
lágrimas. Así quedaron saqueadas las glándulas lacrimales, y el cerebro no
había ordenado reabastecimiento a causa de una atención mal presupuestada, que
podría costarle caro a los ojos. Ni se podía hacer decreto de emergencia
porque, al final, usted, mi amigo Evans, no corría peligro de muerte. El
cerebro está en un lanzamiento de ultimátum a su nariz, en pleno devaneo, como
si le va a entender, ¡qué tragicomedia en potencia! Yo, al principio, lo
malinterpretaba como el comienzo de una caótica y anómala sinestesia. Imagínese,
ya de por sí la sinestesia es un caso rarísimo, y se le agrega esos adjetivos
que, erróneamente, podían haber producido un pleonasmo. Tanto estaba irritado
su cerebro que tuvo que tomar algo del agua en caída libre de la nariz para
enfriarse, porque ya iba a sufrir un derrame. Así, el cerebro se convirtió en
cómplice de la nariz aunque fue algo forzoso, como muchos colegas han de haber
opinado. Pero todo era conjetura e incertidumbre, ¿qué más se puede pedir? ¡Qué
vergüenza, señor Evans, su nariz y sus ojos!
La
lengua, aunque no sufría de frenopatía ni padecía dolencia sensorial como sus
compañeros, rompió su silencio, y no me refiero a palabras de su consciencia,
usted lo sabe, porque ya tenía groseros roces con el ya estresado cerebro: ella
mismo salió de su boca, en contra de la voluntad de su mandamás, y muchos se
sintieron ofendidos e hicieron alharaca por esto. En belicosa alegría, le robó
al oído sus instrumentos favoritos, y, aprovechando la debilidad de los ojos,
quiso formar un concierto pintoresco. Sin dudas, la lengua fue más astuta, pero
por su poca efectividad, porque decimos a veces cosas desfachatadas, terminará
por concluir la reacción en cadena. Sí, reacción que hasta las neuronas
felicitarían por tan complejo e irrepetible trabajo, monstruoso por cierto. Y,
así, la lengua tendría el ego elevado, eso es inevitable, porque además usted
es muy arrogante, señor Evans. ¡Qué vergüenza, señor Evans, su nariz, sus ojos
y su lengua!
El
reino nervioso estaba en crisis, pero los órganos de los mundos bajos
levantaron guerra entre ellos a causa de pura envidia. Y, usted, señor Evans…
¡Qué le sucede? ¿Por qué tiembla? ¿Señor Evans…? ¡Traigan la cami l l
a ! Quedamos aterrorizados, su nariz se desprendió de su cuerpo, causándole una hemorragia, y la catarata se volvió roja pero no por la sangre nasal, sino porque la catarata ahora provenía del lugar más caliente de su cuerpo, como intoxicación premeditada; unos dicen que fue el cerebro que desvió su derrame a la nariz como venganza para aliviar su dolor. Pero todo fue inútil, ¿quién gobernaría con un pueblo sublevado?
Ahora
que el señor Evans dejó su legado para los libros de psiquiatría y neurología,
tengo que decir: ¡Qué vergüenza, señor Evans y su cuerpo! ¡Qué vergüenza!
Muchos me dijeron que era una fuerte gripe que puso a delirar todo su organismo,
pero no me dejé convencer por tan simples tonterías.
A la tarde siguiente, para su funeral desolado, su féretro fue cubierto totalmente para evitar que su dignidad se pierda, porque nadie querría caminar sin nariz ni que le vean sin una. En cuanto a la traviesa aventurera, fue desgastándose por el pavimento y la tierra, lo único que consiguió fue oler la bajeza humana. Ya no hay rastros de ella, sólo los vellos.